Veinte años de declive comunista en España
Cuando se cumplen veinte os de la desaparición del dictador que gobernó este país
con mano de hierro durante casi cuarenta años, es una ocasión apropiada para
examinar, a la luz de las expectativas que nos formábamos en 1975, la realidad efectiva
de nuestro partido y la situación en la que ha venido a desembocar en la actualidad.
No es necesario recordar una vez más que durante las cuatro décadas de dictadura
franquista los comunistas fuimos una de las fuerzas que con más intensidad y
perseverancia se dedicaron a combatir y debilitar aquel régimen reaccionario. De
hecho, en algún momento de ese largo periodo el PCE era la única fuerza organizada
que se oponía de una manera sistemática al régimen de Franco. Casi no había conflicto,
laboral, estudiantil o de otro tipo, en el que no estuviesen implicados los comunistas
como organizadores o como participantes activos. Esto fue causa de que muchas
personas que en condiciones normales jamás hubiesen militado en un partido
comunista, en aquellas circunstancias se incorporaron a nuestra organización para hacer
algo efectivo contra la dictadura y contribuir al restablecimiento de las libertades
democráticas. También la dictadura era muy efectiva en su persecución a los
comunistas: muchos camaradas fueron encarcelados e incluso contamos con mártires
como Julián Grimau. Durante los primeros años setenta con bastante frecuencia eran
descubiertas y desarticuladas células de activistas comunistas.
Toda esa actividad clandestina de los comunistas, debidamente difundida por la prensa
de la época, creó en la sociedad la impresión de que el Partido Comunista era una
fuerza formidable, numerosa y disciplinada. Tal impresión era compartida por los
propios comunistas. El entonces Secretario General del P.C.E., Santiago Carrillo, se
refería al «enorme arraigo de los comunistas en la sociedad española» y especulaba con
la idea de que el P.C. llegase a alcanzar en breve una militancia de 600.000 miembros.
Sobre la base de esas perspectivas, el Partido Comunista estableció su estrategia para la
transicn a la de
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ocracia tras la
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uerte del dictado
r. N
o se cu
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plió ninguna de nuestras
previsiones, pero de todas formas a partir de cierto momento no le faltó a la dirección
del Partido Comunista habilidad y sentido de la oportunidad para conseguir su
legalización y jugar un cierto papel en el proceso de transición efectivamente realizado.
Para entonces nuestro partido estaba plenamente inmerso en un proceso de evolución
ideológica que lo alineaba con otros partidos comunistas de Europa occidental en
posiciones que dieron en llamarse eurocomunistas. Ya en plena dictadura, y tras
haber desactivado su movimiento guerrillero, el P.C.E. se había formulado su política
de «reconciliación nacional». Después, en 1968 y con ocasión de la invasión de
Checoslovaquia por las tropas del «Pacto de Varsovia», el P.C.E., que había sido uno
de los s estalinistas del planeta, empezó a marcar distancias con respecto a la Unión
Soviética. En la época de la transición se llegó a un considerable grado de ruptura con
Mos. En su libro «Eurocomunismo y Estado», Santiago Carrillo exponía las
posiciones eurocomunistas del partido que dirigía. Una gran parte del contenido de esa
obra estaba destinada a tranquilizar a unos sectores de la militancia comunista
asegurando que las posiciones eurocomunistas no eran una verdadera ruptura con el
bolchevismo leninista. De todas formas otros sectores del partido estaban prestos a
utilizar el «eurocomunismo» como cobertura ideológica para hacer evolucionar al
P.C.E. hacia posiciones socialdecratas. El mismo Secretario General pronto se
descolgó con la sorprendente propuesta de que nuestro partido renunciase a su titulo de
«leninista». La discusión sobre este tema envenenó el clima del IX Congreso del
P.C.E., el primero que se celebraba en el territorio nacional después de la guerra civil, y
empezó la serie de disensiones y abandonos que en pocos años diezmaría la militancia
comunista contra las previsiones de crecimiento que nos habíamos formulado.
Para entonces ya habían tenido lugar las primeras elecciones democráticas y se había
puesto de manifiesto que los comunistas no estábamos tan arraigados en la sociedad
española como había supuesto nuestro Secretario General. Obtuvimos unos resultados
más bien modestos; menos del 9 por ciento del electorado español había votado por
nuestras candidaturas. De hecho, los resultados de esas elecciones reflejaban un mapa
político muy similar al de antes de la guerra. La derecha, el centro, los partidos
nacionalistas, la izquierda (socialistas y comunistas) ostentaban casi la misma
influencia política que habían tenido durante los años de la Segunda República. Diríase
que en ese sentido no habían servido para nada los tres años de guerra y los 36 del
régimen de Franco con todo su control ideológico.
En realidad las cosas no eran así. El franquismo había dejado en nuestro pueblo una
huella que aún perdura. Aquel sistema político no había llegado a suscitar un apoyo
entusiasta de nuestro pueblo. De hecho no resultó difícil el cambio político desde
dentro de la legalidad. Pero lo que llegó a ser inmenso fue lo que dio en llamarse
“franquismo sociológico”, es decir, una conformidad pasiva de la mayor parte de la
población, que, por miedo a la guerra y a las calamidades que había generado, dejó de
interesarse por la política y aceptar pasiva y resignadamente lo que venía del poder
establecido. Tal tipo de pueblo era incapaz de movilizarse para imponer una ruptura
democrática como la que preconizaba nuestro partido. Sólo podía aceptar el tipo de
transición que tuvo lugar, es decir, el que venía recetado y planificado desde arriba. Tal
tipo de pueblo era incapaz de oponerse a la integración de nuestro país en la OTAN
cuando tomó esta decisión el partido centrista entonces gobernante, y votó
mayoritariamente a favor de la permanencia en esa alianza militar cuando pidió esa
respuesta el partido felipista que gobernaba después. Nuestro pueblo había sido
condicionado y educado por el franquismo para votar «» en todos los referendums
que tuvieran lugar en el franquismo y después del franquismo.
En los comienzos de la etapa democrática nuestro partido no supo interpretar
debidamente la realidad nacional. Perplejos ante el hecho de que el espacio electoral
que creíamos nos correspondía por nuestra historia y nuestra lucha era ocupado por un
P.S.O.E. que no se había movido durante la época franquista, supusimos que el bajo
límite de nuestro techo electoral era artificial, producido por factores coyunturales
como el miedo a un golpe de Estado por parte de la derecha, o por la propaganda
adversa a nosotros durante la época de la dictadura, la mala imagen de los regímenes
comunistas, etc. Aún hoy nadie es capaz de dictaminar hasta que punto eran acertadas o
equivocadas esas presuposiciones: nuestra moderación eurocomunista no impidió que
tuvieran lugar intentos de golpes de Estado derechistas, y los que hubo fueron
reprimidos sin nuestra intervención; por otra parte en los países donde existieron los
regímenes comunistas, con toda su mala imagen, hoy, a pocos años de la caída de los
mismos, los partidos que detentaron el poder allí están experimentando una recupera-
ción electoral mucho más rápida y efectiva que la nuestra. Esto evidencia la flojedad de
nuestros análisis. En todo caso es indudable que las medidas arbitradas por nuestro
partido para paliar esa situación produjeron resultados totalmente opuestos a los
buscados. Los intentos de concreción de nuestra versión nacional del eurocomunismo
produjeron en el P.C.E. descontentos y rupturas acomo abandonos de los que les
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iento hacia la socialde
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o de los
que se oponían resueltamente a esa operación y de sectores prosoviéticos que fundaron
un nuevo partido
. A
esto se añadió la deserción de los que haan puesto grandes esperanzas
en la capacidad del
P.C.E.
para alcanzar una cota considerable de poder y que
,
des-
engados por los resultados electorales obtenidos, se apresuraron a buscar acomodo en
otras formaciones políticas más afortunadas, principalmente el Partido Socialista.
El agravamiento de la crisis interna de nuestro partido empeoró aún más nuestras
posibilidades electorales. El punto más bajo de ese proceso fueron las elecciones
generales de 1982 en las que, por el contrario, el P.S.O.E. alcanzó un triunfo
apoteósico. Los descontentos de todas las tendencias, que llegaron a ser una inmensa
mayoría del partido, forzaron la dimisión del Secretario General Carrillo. Su sucesor,
Gerardo Iglesias, durante los años de su mandato intentó -en medio de grandes
dificultades y con la complicación de la escisión encabezada por Carrillo- recomponer
las rupturas, con relativo éxito. Se frenó un tanto la descomposición del P.C.E. e
incluso se recuperó una parte considerable de los camaradas de los partidos
prosoviéticos P.C.O.E. y P.C.P.E., pero nunca volvió a rehacerse nuestro partido a los
niveles de la década de los setenta. Y sobre todo, seguiamos obteniendo unos resultados
electorales decepcionantes. Una vez más se vio que eso tiene unas consecuencias
negativas enormes cuando una parte considerable de los miembros activos del partido
basan su militancia en las perspectivas de alcanzar algún grado de poder político,
municipal, sindical... De ahí que se buscasen formulas para dar un salto cualitativo en
ese terreno. La experiencia del referendum de la OTAN, en el que habían apoyado el
«No» propugnado por nuestro partido amplios sectores populares sobre todo de la
izquierda, inspiro la formación de una amplia coalición de fuerzas de la izquierda en
torno al P.C.E. a la que se denominó «Izquierda Unida».
Quizá sea pronto para establecer un balance de la experiencia I.U., pero en lo que lleva
de andadura podemos constatar que pronto fue perdiendo muchos de sus componentes
extra-PC: carlistas, partido humanista, PCPE residual y algunos grupos regionalistas,
quedando reducida -en acida expresión de nuestros contrincantes- «al P.C.E. y cuatro
compañeros de viaje». Sus resultados electorales fluctúan dentro de la franja típica del
Partido Comunista. Esta fue la causa de que también el Secretario General Gerardo
Iglesias acabó perdiendo el apoyo mayoritario de los militantes comunistas siendo
sustituido al frente del P.C.E. primero y de I.U. después por Julio Anguita al que se le
suponía poseedor de lo que en el lenguaje político acostumbra a llamarse «carisma».
Queremos destacar este hecho: los cambios de liderazgo que se promueven están en
función de la capacidad -supuesta o comprobada- de atraer apoyo popular y conseguir
victorias electorales
. L
o cierto es que a pesar de esperanzas sobre «sorpassos» y grandes
avances en el terreno electoral, el avance de las candidaturas de Izquierda Unida siguen
siendo modestas y moviéndose por debajo del techo alcanzado por el
P.C.E.
en
1979
. No
pudo dejar de producirnos una amarga sorpresa el hecho de que una candidatura
improvisada por un personaje grotesco como Ruiz Mateos, que ni siquiera tenía
experiencia política, obtuvo en unas elecciones al Parlamento Europeo más votos que
nuestra formación política con toda nuestra historia de lucha y todos nuestros cuadros
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ilitantes y nuestra estructura organizativa
. E
sto debiera hacernos pensar que do
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ina
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os
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uy malamente la técnica de trasladar nuestro mensaje a las masas populares.
Después surgieron otros problemas para los comunistas. A finales de la década de los
ochenta y principios de los noventa se precipitó y culminó el derrumbe del bloque
socialista
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de los re
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unistas europeos, incluida la
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nión
S
oviética
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unistas de todo el
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era y referente ideológico
la Revolución Rusa de 1917, el hundimiento de los regímenes que encamaban ese
modelo tuvo consecuencias demoledoras para ellos. Muchos PP.CC. que arrastraban
una existencia precaria acabaron desapareciendo. Otros recuperaron su antiguo título y
marchamo socialista y socialdecrata. Todos debieron arrostrar algún tipo de crisis.
El Partido Comunista Italiano eligió una singular forma de autoliquida-ción: cambió su
nombre por otro que ni remotamente evocase su pasado comunista, y adquirió una
fisonomía inclasificable, a medias entre socialdemócrata y verde-ecologista.
La enseñanza de todo esto es que las motivaciones de militancia de gran parte de los
miembros de los partidos comunistas son de tal naturaleza que no resisten una
adversidad como la que entonces se nos vino encima: a muchos comunistas de todas las
latitudes les entró de repente un deseo irreprimible de que todo el mundo se olvidase de
que lo habían sido. En nuestro país eso se materiali en la pretensión, de muchos
militantes del P.C.E., de que Izquierda Unida se convirtiese en un partido político
heredando todos los activos del P.C.E. que desaparecería. El XIII Congreso de nuestro
partido estuvo signado por la polémica en torno a ese tema. Aunque no prosperó esa
actitud liquidacionista, nunca quedó demasiado claro cuáles habían de ser las funciones
de un Partido Comunista integrado como simple corriente interna en una Izquierda
Unida que detenta todas las funciones electorales, programáticas, institucionales y de
relación con la sociedad. El XIV Congreso del P.C.E., en curso cuando se escriben
estas líneas, parece que consagra una fórmula que no le deja al Partido Comunista
muchas razones de existencia.
Examinando la degradación experimentada en los últimos veinte años por nuestra
formación política, venimos a la constatación de que ese paulatino descalabro se debe a
dos tipos de razones: unas externas y otras internas. No tuvimos ningún tipo de control
sobre las causas externas, como la degradación y decadencia del bloque socialista, y en
la medida en que nos pudimos precaver de ese desastre lo hicimos, o por lo menos lo
intentamos. Las más graves y decisivas fueron las causas internas. Es preciso clarificar
en qué nos equivocamos.
La teoría que se postula en este trabajo es que la causa capital de nuestro fracaso fue un
error de formulación de nuestros objetivos. La causa motriz de la aparición y la
existencia de los partidos comunistas es, debe ser, la lucha por la supresión de todas las
formas de explotación del hombre por el hombre, la superación de la sociedad clasista
con todas las injusticias que genera. Cuando se obra única y exclusivamente bajo esa
motivación sólo hay una razón que podría provocar la desaparición de las organizacio-
nes co
m
unistas, y esa razón sería la llegada
,
plena e irreversible
,
a la sociedad
comunista
. C
uando se tiene como imperativo de la militancia comunista el luchar contra
la injusticia y la opresión, no pueden afectarnos los fracasos sino todo lo contrario. La
victoria del capitalismo y del imperialismo en la «guerra fría», la prepotencia de los
explotadores en todo el mundo, la situación desesperada de las fuerzas revolucionarias
a escala mundial, sólo pueden servirnos de acicate en nuestra lucha.
Pero si se tienen otros objetivos, la cosa es diferente. En nuestra lucha de
transformación de la sociedad debemos aprovechar todo lo que pueda sernos útil. El
poder político puede ser un instrumento para cumplir nuestros objetivos, pero la
conquista y conservación del poder no es un objetivo por mismo sino un instrumento
para alcanzar nuestros verdaderos objetivos. Por otra parte, no siempre el poder es un
remedio infalible para cumplir nuestras tareas; los comunistas soviéticos detentaron
todos los poderes durante siete décadas y nos les sirvió de mucho para lograr una
verdadera transformación de la sociedad. En cambio, en otras ocasiones se puede hacer
algo eficaz en ese terreno de la transformación progresista de la sociedad sin necesidad
de detentar el poder, e incluso desde una situación de persecución e ilegalidad; sirva de
ejemplo el caso de nuestro partido durante la época franquista.
Desde hace veinte años la enfermedad que corroe nuestra organización comunista es la
ambición de alcanzar unas metas que se miden en términos de éxito electoral.
Soportamos mal los fracasos en las elecciones, damos prioridad a la actividad en las
instituciones, urgimos el cese de los deres que no susciten apoyo popular y
promocionamos a los que les suponemos carisma, impulsamos virajes ideológicos
buscando dotarnos artificialmente de una «nueva imagen», ansiamos controlar la
sociedad en vez de proceder a su transformación.
Es preciso que nos hagamos a la idea de que puede no haber en un futuro próximo
ningún «sorpasso», de que puede pasar muchísimo tiempo antes de que los comunistas
obtengan en nuestro país éxitos electorales como los que actualmente gozan, en sus
respectivos ámbitos, el P.S.O.E., el P.P., el P.N.V. o Convergencia y Unio. No hemos
de desesperarnos por el hecho de que no obtengamos una cosecha cuando nos
encontramos aún en la época de la siembra. El Cristianismo tardó más de trescientos
años en llegar a ser dominante en el Imperio Romano. El Comunismo es totalmente
capaz de llegar a implantarse en todo el mundo porque responde a una profunda
aspiración humana de justicia y paz. Pero el proceso de maduración de las condiciones
históricas que hagan posible nuestra victoria final y total requerirán mucho tiempo.
Durante ese tiempo hemos de dedicar nuestra actividad y nuestros afanes no sólo, ni
principalmente, a la conquista y el ejercicio del poder institucional, sino también, y
sobre todo, al trabajo en todos los frentes sociales en los que se pueda hacer algo
concreto en orden a la transformación social. Los frentes en los que se puede y se debe
luchar son más numerosos y más complicados de lo que podemos suponer, y la lucha y
la actividad necesarias pueden ser mucho más complejas de lo que podemos imaginar.
Que durante los próximos veinte años sepamos aplicarnos a esas tareas con más
paciencia, más disciplina y más sabiduría que en los veinte años pasados.